jueves, 28 de septiembre de 2023

PUEDO GRACIAS A TI

Prólogo de Alfredo Manzano; el padre...

Cuando el cordón umbilical se rompe, cuando el águila del nido tiene que saltar para aprender a volar; el vértigo, la desesperación, el miedo al vacío le hace gritar. Es un grito de inseguridad y temor; es un clamor pidiendo ayuda a Dios.

En el cielo se escucha un dulce canto del alma que se rompe, ante la impotencia y surge un clamor desde lo mas profundo; ¡te quiero papá! ... Y se rompen todos los silencios, las indiferencias y los sinsentidos que impiden que fluya el afecto filial, de una hija, de una creadora sin igual.

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La poesía siguiente la escribió Laura Manzano en Inglaterra

Al nacer, una mano enorme y trabajada
agarraba las mías recién formadas.
Y se paró el mundo en una fotografía,
que en el álbum de mi mente, 
de mi corazón, figura viva
todavía.
Contemplo la imagen, 
me quedo prendida del silencio...
aparecen oportunas algunas preguntas, 
algunos "porqués"
que mi propia alma se recrimina.
Tanto tiempo perdido...y aun así, 
los versos que hoy te dedico esperando el momento, 
sentados en el banco de la eternidad,
aguardaron pacientes el tren 
que mas tarde o más temprano
a la estación de mi vida los trajo.

Y con ese tren, 
los momentos,
los te quieros,
la sencillez...
Ellos me dieron libertad, para mirarte y hablar,
para abrazarte y callar.
Me dieron el premio de ese entusiasmo infantil
que tanto echo de menos.
Ahora viven tranquilos todos los Te quiero que en mi boca se guardaron,
aquellos que en tiempos pasado lucharon batallas horrorosas, 
batallas sin sentido, que mis confusiones infundaron
hiriendo con hastío la libertad de su expresión,
empañando con su brío esa imagen en mi interior.
Mas ahora se abren las ventanas, se abren las puertas,
sale mi alma de la cueva; salen los te quiero
y salen sin miedo, aparecen las palabras
y lo hacen sin recelo, buscan ganar ahora los segundo que perdieron.
Contemplo la imagen, me quedo prendida del silencio,
aparece oportuno un pensamiento...

Toma mi mano de nuevo 
que me siento niña otra vez.

sábado, 3 de abril de 2021

El sueño de Claudia Prócula, esposa de Pilato.

 



JERUSALÉN, FORTALEZA ANTONIA,  APOSENTOS PRIVADOS DEL PROCURADOR DE JUDEA:

     Una mujer se debate, agitada, entre las sábanas de su cama. Súbitamente, despierta y se incorpora en el lecho, bañada en llanto y sudor, con los ojos desorbitados por el miedo y la angustia de lo recién soñado, frotándolos tenazmente, como si quisiera liberarlos de algo, mientras busca a su esposo, cuyo espacio a su lado, está vacío. Se calza como puede, tambaleante y totalmente deslumbrada; todavía puede percibir aquella luz brillante en su mente aunque sus ojos estén abiertos, y escuchar aquellas voces, risotadas y porfías, como las de una jauría de perros salvajes.

    Los gallos cantando al amanecer, comienzan a mezclar sus cacareos con las sonoras voces de unos tan inoportunos como exasperados visitantes, entre las que puede distinguir la de su esposo, tratando de hacerse escuchar y respetar por aquellos energúmenos, sin conseguirlo. Pellizcándose, como para cerciorarse de no seguir dormida, pues aquellas voces le recuerdan vivamente las de su sueño, toma una tea encendida y sale al corredor, dispuesta a descubrir el origen de las voces y el paradero de su esposo.

    Pilato, cansado de aquella situación, exclama: “¡Por Júpiter, no habléis todos a la vez! ¿Quién os representa? ¡Que dé un paso al frente y responda!: “¿De qué acusáis a este hombre?”” Un taimado Caifás, cuya túnica sacerdotal aparece desgarrada -desde la noche anterior, cuando juzgó a Jesús-, se adelanta seguro de sí, para porfiar impertinente, delante de todos: “Si este de aquí no fuera un malhechor, no te lo habríamos traído” (Jn.18,30). Pilato, ante semejante respuesta, que no aporta pruebas, pero sí mucho descaro y altivez, frunce el ceño y responde secamente: “En ese caso, lleváoslo y juzgadlo conforme a vuestra ley” (Jn.18,31). Caifás, airado, va a replicarle, pero se le adelanta Anás, su suegro, que ha perdido, una vez más los estribos, y, apartándole con el codo, responde iracundo: “Sabes de sobra que “nosotros no tenemos la facultad para aplicar la pena de muerte” (Jn.18,31)”. Pilato comprende que se está enfrentando a un linchamiento y trata de llevar las cosas al cauce legal, escuchando al acusado, aquella pobre víctima, si le dejan, ese par de gallitos prepotentes, que rivalizan entre sí.


    Claudia, que espía la escena detrás de una gran cortina, palidece de espanto al contemplarla y escuchar lo que está escuchando. Allí, en medio de todos, con el rostro herido y cabizbajo, está el hombre de su sueño, majestuoso y en silencio, maniatado y sangrante, tal como en el sueño, frente a aquella jauría, cuyos crueles rostros ya había soñado la noche anterior. Siente que su corazón late cada vez más fuerte y le cuesta respirar, presa de la angustia y del un miedo creciente, y por ello, decide no entrar y esperar a que su esposo salga, pero no sabe si aguantará así, por más tiempo, pues tiembla de espanto.

    Pilato llama a Jesús para interrogarlo y Éste sube, escoltado, la monumental escalera de la Prefectura y, una vez en su despacho, le dice benevolente: “Jesús de Nazaret, ¿verdad?… Mira cómo te acusan… Dime, en verdad… “¿eres tú el Rey de los judíos?”” (Jn.18,33). Jesús le responde: “¿Dices eso por tu cuenta –como testimonio personal tuyo-, o es que otros te lo han dicho de mí?” (Jn.18,34). Pilato contesta: “¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” (Jn.18,35) y Jesús le responde: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos, pero mi Reino no es de aquí” (Jn.18,36).


    Pilato, sorprendido, vuelve a preguntarle: “Luego, ¿tú eres Rey?” Respondió Jesús: “Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para eso he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn.18,37). Y Pilato, sacando su lado más cínico, responde con una sonrisa irónica: “Y ¿qué es la verdad?” (Jn.18,38). Después, abandona la estancia, encargando a uno de los guardias que avise al jefe de la policía militar, para que se persone de inmediato con todo lo que tenga en sus archivos sobre ese tal Jesús de Nazaret, pues no encuentra delito en Él, por el que acusarlo.


    Mientras se dirige a la balconada de la Prefectura, es abordado por su esposa, visiblemente agitada, que le dice: “Te lo ruego, Poncio, “deja en paz a ese hombre, porque es un varón santo. Esta noche he sufrido mucho por su causa” (Mt.27,19) … “¿Santo?”, repite Pilato, “Sí, Santo”, ese era el nombre que más se repetía al final de mi sueño, cantado por voces muy bellas, que armonizaban entre ellas y lo repetían de tres en tres; “Santo, santo, santo” (Is.6,3;- Ap.4,8), hasta que desperté sobresaltada, no por eso tan bello, sino por el horrible recuerdo de lo anterior.

    

    “¿Sabes?… ¡Era una lucha cruel entre la luz y las tinieblas!: el cordero contra los chacales, el león contra los búfalos… y, todos ellos, luminosos…, el león y el cordero, ¡tenían la cara de ese hombre!… Y la tuya, mi pobre Poncio, la tuya estaba en penumbra, cediendo, cada vez más, a la oscuridad de los que tenían la cara de esos monstruosos cretinos que tienes ahí delante, vociferando intransigentes, aullando como lobos, ladrando como perros salvajes, dispuestos a clavar sus garras y colmillos en la carne de su víctima, tal como acontecía en mi sueño…

    Después vi un mar de sangre, que se extendió sobre todos… ¡y todo se volvió rojo! … y la oscuridad se abatió sobre esa pobre víctima inocente y pareció devorarla…, ¡todo era oscuro… y pavoroso!… ¡hasta el sol dejó de brillar!… y la tierra retembló estremecida… Después vi una melodiosa explosión de luz, una luz deslumbradora, que salía de las fauces de la tierra entre miles de voces armónicas, que entonaban a coro, en las tres lenguas de oficio –latín, griego y hebreo- y en muchas otras, desconocidas para mí: “Santo, santo, santo”  que lo iluminaba todo, como un nuevo amanecer…, y ¡todo cobraba una vida nueva!…, no sé cómo explicarlo…, ¡todo tenía más brillo, más color, más vida!…, una luz deslumbradora, que seguía tenaz en mis ojos, aun cuando los abrí, bañada en sudor y lágrimas, y aún mucho tiempo después, por más que los frotara…

   

    Y te diré algo más, mi angustiado gobernador, en respuesta a tu pregunta, la que dejaste en el aire, mi querido esposo: “¡Él es “la Verdad!” lo escuché en mi sueño, junto con otros muchos nombres: “Camino, Verdad, Vida…” (Jn.4,6), pero “Santo” es el que más se repetía… y no me cansaba de escucharlo”. Pilato, que ha mirado a su esposa entre incrédulo y desconcertado, cuando ésta terminó su relato, la abraza y le dice, mirándole a los ojos: “Mi querida Claudia, tranquilízate y regresa a tus aposentos, veré lo que puedo hacer” y, acercándose a la balconada de la Prefectura, hace saber a todos los que esperan en el patio: “Yo no encuentro ningún delito en él, por el que pueda condenarlo” (Jn.18,38).


    Entonces, Caifás, en plan socarrón, como haciendo ver quién manda allí, le responde: “¿Cómo que no encuentras delito en él? Si ese que es “un agitador, que se opone a que se paguen los impuestos al César y pretende ser el rey y el enviado por Dios” (Lc.23,2), tú no le encuentras delito, ¿dónde esperas encontrarlo? Nosotros sí se lo encontramos y, por eso, en lealtad al César, te lo hemos traído. Y si, además, quiere hacerse Dios, como tu divino César, en lealtad a nuestro Dios, también lo encontramos culpable y de un cargo mucho mayor, el de blasfemia, por eso mi túnica sacerdotal está rasgada, y te pedimos, para él, la muerte. Y si nada de esto te parece suficiente para encontrar delito en él, es ¡porque no defiendes los intereses del César, como nosotros lo hacemos!”.


    Entonces Anás, airado y nervioso, escupe un nuevo argumento: “¡Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios!” (Jn.19,7). Al oír estas palabras, Pilato se estremece y regresa a su despacho para preguntarle a Jesús: “¿De dónde eres tú?” (Jn.19,9). Ante el silencio de Jesús, que sigue mirando al suelo, Pilato explota: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?” (Jn.19,10). Entonces, Jesús, mirándole con lástima, tranquilamente responde: “No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba –de mi Padre-; por eso, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado” (Jn.19,11). Un miedo político y supersticioso comienza a apoderarse de Pilato, ya no duda en que ha de liberar a ese hombre como sea, pero Caifás vuelve a gritar: ¡Si sueltas a ése, no eres amigo del César; … todo el que se hace rey, se enfrenta al César!” (Jn.19,12).

Pilato aprieta los puños y, sin saber qué más hacer para liberarlo, lo manda azotar, para que las autoridades judías se queden tranquilas y lo dejen marchar, pero los soldados, hartos de los judíos, se extralimitan en su castigo, convirtiendo a Jesús en un pobre despojo humano, bañado en sangre, coronado de espinas y cubierto con una clámide roja, es devuelto a Pilato, quien lo recibe con estupor y, acto seguido, lo muestra al público, diciendo: “¡Aquí tenéis a vuestro Rey!” (Jn.19,14), pero se produce el efecto contrario al deseado, pues, a la vista de tanta sangre, Anás y Caifás gritan juntos, por primera vez: “No tenemos más rey que el César” (Jn.19,15) y, desde entonces, hasta el final, ya sólo se escuchará la palabra: “¡Crucifícale!” “¡Crucifícale!” (…). 


Fastidiado por su nuevo fracaso y la testarudez de aquella jauría, Pilato recurre, como último recurso, a la tradición de soltar a un preso por Pascua, y manda traer a Barrabás, amotinador y asesino - ¡nada que ver con Jesús, manso y humilde!-, pero la visión de la sangre del justo ha desatado los instintos sanguinarios de la turba y ya sólo quieren ver muerto a Jesús; les da igual que Barrabás sea un asesino. Ya sólo se escucha: “¡Crucifícale!” por todas partes. Pilato, entonces, visiblemente contrariado, grita, imponiendo su voz a la de los demás, para hacerse oír: “¡Basta de tanta porfía! Pidió que le trajeran el lavamanos y, lavándoselas gritó: “¡Soy inocente de esta sangre!” (Mt.27,24). Para mí, este hombre es inocente; lo he castigado para satisfaceros y aplacaros, pero no ha servido de nada… ¡Estáis ávidos de sangre y llenos de envidia y venganza!… Me lavo las manos en este asunto, haced con Él lo que os plazca”. Entonces, Anás y Caifás, victoriosos, vuelven a gritar unidos: “¡Crucifícale!” “¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt.27,25).



Claudia que, en su duermevela, oye retumbar una y otra vez: “¡Crucifícalo!”, despierta de nuevo sobresaltada, para descubrir que ya no es aquel terrible sueño, sino algo muy real; algo que va creciendo en intensidad y desesperación, conforme se acerca a la balconada de la Prefectura y, cuando entra en la estancia, lo que ve es dantesco: al Santo, hecho todo él una llaga, y, completamente empapado en su propia sangre; el preso más peligroso de toda la carrera de su esposo, puesto en libertad; su propio esposo, con las manos, ostentosamente, metidas en una jofaina, diciendo: “Me lavo las manos en este asunto, haced con Él lo que os plazca”, a pesar de su aviso y lo terrible de su sueño; y aquella chusma, aturdidora, gritando sin cesar: “¡Crucifícalo!” “¡Crucifícalo!”… Igual que en su sueño.

Pilato ve palidecer de espanto a su esposa y desmayarse; quiere cogerla antes de que choque contra el enlosado, pero sus manos mojadas no pueden retenerla y Claudia cae estrepitosamente al suelo, necesitando ser atendida; e impotente, ve, también, cómo Jesús, que lo mira con dignidad y compasión, abandona el lugar, fuertemente escoltado, para ser crucificado, mientras en el exterior crece el bullicio de los alborotadores triunfantes y, Pilato en su interior, el remordimiento y pesar por su cobardía, su impotencia y, especialmente, por haber traicionado la confianza depositada en él por su esposa. Y mientras él está en estas cosas, Claudia, en sus aposentos, va volviendo lentamente en sí; le duele el golpe, sí, pero, sobre todo, le duele el alma, por la condena de un inocente, y el corazón, por la traición y la cobardía de su esposo.

Y, a pesar de la prohibición de su esposo, decide dejar la fortaleza Antonia y salir a la ciudad, acompañada de sus siervas, para acercarse a la comitiva de castigo y salir al paso del “varón santo”, para disculparse con Él, por ella y por su esposo, manifestarle su fe y llorarle su muerte, por si no tuviera quien le llore. Más tarde, un cansado y agobiado Pilato se asoma a la ventana, a respirar un poco de aire fresco y ve salir, en dirección a la ciudad, a cuatro mujeres veladas y enlutadas, como si fueran sombras furtivas, y se alarma, pues, una de ellas, por el porte y los andares, parece Claudia y las otras tres, bien pudieran ser sus siervas, “¡pero eso es imposible! -se tranquiliza-, porque ella está inconsciente y, además, les prohibí a sus siervas que la dejaran salir de sus aposentos si volvía en sí y ella siempre ha sido muy dócil y obediente a mis indicaciones… Después hablaré con ella y se le pasará, la conozco muy bien…, sí, se le pasará; hoy ha sido un mal día para los dos y, con suerte, también a mí se me pasará”.

Cuando la comitiva de castigo llega al lugar donde Claudia y sus siervas aguardan, éstas salen llorando estrepitosamente al encuentro de Jesús; uno de los guardias del perímetro, que las ve salir, corre, lanza en ristre, a interceptarlas, para que no estorben la marcha de los ajusticiados. Claudia detiene su marcha y, majestuosamente erguida, sin mediar palabra alguna, muestra levemente su anillo y su rostro, consiguiendo que el soldado las deje en paz, pero no sospecha que éste, lejos de regresar a su puesto, en el perímetro de contención de la chusma, corre a dar aviso a Pilato sobre el extraño proceder de su esposa. Cuando se acercan, llorando fuertemente, a un Jesús apenas sin aliento, Éste trata de consolarlas, diciendo: “Hijas… de Jerusalén…, no lloréis… por mí…; llorad… más bien… por vosotras y… por vuestros hijos…, porque si… en el leño verde… hacen esto…, en el seco… ¿qué se hará?” (Lc.23,28y31).

*Anverso y reverso del Leptón de bronce, acuñado por Poncio Pilato el año 30 d. c.

   

    Claudia, que no conoce la Escritura, pero sí los comentarios de sus siervas judías, palidece súbitamente al recordar que Jesús había dicho: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento?” (Mt.11,7) y, había identificado aquella caña, como un mal augurio, con el bastón de mando que su esposo grabó, en lugar de la efigie del César, en los “leptones” de bronce*, que mandó acuñar en aquella época, pero Jesús la saca de sus tribulaciones, al decirle, terriblemente fatigado: “No desesperes…, Claudia…, la semilla… está sembrada… El corazón… de tu esposo… es un zarzal…, que ahoga… lo sembrado (cf. Mc.4,18-19) … Sé que tú… crees en Mí…; sé fermento… para él… Gracias… por venir…, por tus lágrimas…, me ayudarán… con mi sed… más tarde”.


Después, la comitiva sigue su camino, dejándolas atrás, llorando todavía, pero con una gran paz interior y gozo en el corazón. Claudia se seca las lágrimas, mientras brilla en sus ojos un firme propósito, una determinación: No regresará a la Antonia; si no pudo evitar lo que su sueño anunciaba, estará allí, con Él, hasta el final. Ella recogerá aquella Sangre, que, en su sueño, lo bañaba todo en Vida nueva, y volverá a ver aquella maravillosa Luz resplandeciente, que no se iba de sus ojos, y a escuchar, aquella interminable y armoniosa melodía que aún sigue resonando en sus oídos: “Santo, santo, santo” (Is.1,2) y, con esta melodía en la cabeza y una gran esperanza en el corazón, se pierde, con sus siervas, por las callejas de Jerusalén, en dirección al Gólgota. Cuando la guardia personal de Pilato llega al lugar de los hechos, guiada por aquel soldado, no encuentran a nadie; y tampoco nadie sabe nada.


    Ya en el Gólgota, rodeada y defendida por sus siervas y sin desvelar su identidad, Claudia va reviviendo, una tras otra, en la vida real, entre sollozos y desmayos, todas las escenas de su sueño: Las porfías de los Sumos Sacerdotes y el Sanedrín, las risotadas y bravatas de los soldados repartiéndose sus ropas, la oscuridad solar y el frío intenso, a pleno día, la terrible muerte de aquel “varón Santo” y el terremoto sobrecogedor, que abría las fauces de la tierra. Todo está allí, desfilando ante ella en una sucesión trágica de acontecimientos que se suceden, inexorablemente, uno tras otro, calcando las circunstancias de aquel sueño; ya no puede sufrir más, siente que algo se ha desgarrado en su interior y, en medio de una fuerte angustia, se colapsa y cae al suelo, ante la impotencia de sus siervas, que, desesperadas, se dan a conocer al centurión y éste les envía a un intendente, para que las auxilie.

 



Cuando Claudia vuelve en sí, Jesús ya no está en la cruz, sino que yace exánime sobre unas parihuelas improvisadas; se incorpora al tiempo que unos hombres lo alzan para llevárselo y unas mujeres los siguen con gran llanto, especialmente una, que debe ser su madre y que, conmocionada, apenas se tiene en pie. Desoyendo los consejos de sus siervas, Claudia, tambaleante, decide seguirles para ver dónde lo llevan, pero no van muy lejos, a un precioso jardín en flor, donde la montaña ha abierto su boca, para tragárselo. Parece un sepulcro nuevo; lo meten dentro y, a poco, salen todos, corren trabajosamente la piedra y, sin dejar de mirar hacia ella, se alejan rápidamente de allí, pues está para comenzar la Pascua.

Claudia es consciente de que, hasta ahora, ha visto y revivido, detalle por detalle, todo lo que vio y vivió en aquel sueño, hasta que el “varón Santo” era depositado en las fauces de la tierra, en medio de una gran oscuridad, y rodaban la piedra, dejándolo encerrado en sus entrañas. Pero recordaba, vívidamente también, que el sueño no terminaba allí, que el sueño continuaba, y… que aún faltaba la parte más bella de aquel sueño…, la de la luz y la armonía…, donde él volvía a salir, victorioso, de las entrañas de la tierra, y se escuchaba el canto angelical combinado con las tres lenguas oficiales en Judá, Samaria y Galilea: “Kadosh, Kadosh, Kadosh…, Agios, Agios, Agios…, Sanctus, Sanctus, Sanctus”.

Excelente relato del Autor: Juan José Cepedano Flórez. 

He suprimido la ultima parte del relato por cuanto Claudia Prócula suplanta a María Magdalena y por no ajustarse ni a los evangelios ni al lenguaje de las imágenes oníricas en los sueños.

Alfredo Manzano Rodriguez.